viernes, 3 de octubre de 2008

Alegoría de la caverna

«A veces se abre un pozo
debajo del corazón, y suben de golpe
las paredes de tierra sorprendidas
a incrustarse en la cumbre celeste. »

Amanda Berenguer


Era privilegiada. Bien dice el refrán: “en el país de los ciegos, el tuerto es rey” y ella era parte del aventajado menos del diez por ciento. Si se toma en cuenta que el gran resto del porcentaje de los niños del “cante” en el que vivía, eran registrados como hijos de padre desconocido, o lo que es lo mismo en los hechos, no tenían padre, es claro que su perfil desbordaba las posibilidades.
¡Ah, sí! Soledad no sólo tenía un padre sino que por añadidura, estrechaba su existencia entre dos madres. Una, Magalí, legítima, “la mamá de verdá” como ella aclaraba. Otra, amante de su padre, a la que llamaba tía Gladys, convividas en el pozo del desabrazo, donde Soledad amontonaba su infancia, queriendo desbrozarse de las malezas, tan ciertas como persistentes, abundándose desde el centro de su entendimiento.
Jefe del barrio de lata orillado en el olvido, saludado en apretados «ndía» «astárds» «énas» «asnóchs», apocopándose en onomatopéyicas frases, por costumbre de buenas costumbres, mezcladas al temor y al repudio, su padre, de alias vecinal “el Chato”, pródigo en ausencia de afectos, extrademoniado en mezquindades capitales, imponía el rechazo a rajatabla en una biografía irradiadora de negruras.
Soledad o “la Sole”, era de mirada escuálida y triste como su paso que ya había alcanzado poco más de cinco años destemplándose las fuerzas, sin lograr descifrar cuál de estas dos mujeres tenía, por derecho o por poder, el lugar de madre sobre aquel terroso espacio que habitaban y llamaban casa. Magalí, la oficialmente comunicada como dueña de ese lugar, era golpeada sin compasión por su padre, por su machismo bramador, irracional, una y otra vez, rehaciéndose en su dañino actuar, imperturbable.
Entonces, lo difícil para Soledad, lo verdaderamente difícil, era entender cómo, por qué, la mamá de verdad, aguantaba aquellas ferocidades. Lo verdaderamente difícil era, además, acostumbrarse a las tristezas que le abrían en el corazón las imágenes desplegadas en estos hechos.
Carente de toda capacidad de cuestionamiento reprobatorio, cuando el sobrante de pantalones en su hombría y los resentimientos malhabidos en sus músculos, lo conducían a considerar insuficiente el castigo corporal, ataba los hematomas, los edemas y las heridas de Magalí a una silla, transformándola en espectadora obligada de una muestra de pornografía en vivo con su tía Gladys.
Con el sol a punto de caer horizonte abajo, la macabra hendija de la puerta pantalló la escena en la asfixia de la mirada de «Sale». Vió y no pudo quedarse al siguiente capítulo. Escapó con los pies puestos en abismo.
Sus pasos amaestrados para no alcanzar lejanías, la condujeron a buscar amparo donde las almas no tienen cuerpos. El cementerio cobijó la noche de su cuerpo estatuado, arrulló la ausencia en sus ojos. Cuando el sol regresó para ocupar el trono del día, todavía estaba acurrucada en uno de los bancos del vasto parque, con el pulgar derecho en la boca, el brazo izquierdo rodeando sus piernas flexionadas, meciendo su mirada perdida sobre el suelo, como queriendo desenterrar una respuesta. La encontró una vecina, la que hacía tortas fritas y la convidaba, Fabiana, «la Machorra» como generalizaban en el barrio para hacer público su desprecio por mujeres como ella, incapaces de traer un hijo al mundo, mujeres estériles, inferiores, sin poder.
Presencia aliviadora, estacionada en el afecto que sentía por aquella niña querida por hija, llegó para darle mano a romper el nudo de su garganta. Acarició su enmarañada cabeza y con el mismo, conocido, suave tono de voz, sin giros retóricos, le preguntó—¿te acompaño?—... —contame... ¿a dónde vamos?—... —te traje tortas fritas... ¿querés una?—...
Sin responder, incrustada a la misma posición, Soledad aumentó el vaivén de su cuerpo. Sus ojos, ventanas abiertas al horror, permanecían con el minuto descolgado de la hora, fijos, sin latidos.
Fabiana se sentó a su lado y abrazó su silencio sintiendo el derrumbe de aquella infancia que desbordaba un débil cuerpo acunado a sí mismo.
Repentino, pálido, achatado, el dedo pulgar escapó de su boca y reubicándose, se integró a la mano. Alargó su brazo, salido del espanto, extendió el dedo índice y señalando el suelo, le mostró: —Mirá!... imirá cómo vuelan las sombras de los pájaros!

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